El martes 21 de julio del 2020 vi una publicación en Twitter de un video en el cual se denunciaba cómo un hombre que estaba haciendo ejercicio físico, de pronto, golpeaba en el rostro a una mujer que estaba frente a él realizando la misma rutina. Ella comenzó a llorar, mientras el maltratador la increpaba y la señalaba, probablemente –porque no era audible– culpándola del acto que él había realizado. Esto sucedió, al parecer, en el barrio Bolivia, cerca al portal de la 80, en la ciudad de Bogotá. Al día siguiente, leí otro tweet, de @IsabelMartinezY, quien decía: “Me acaba de golpear mi pareja y no puedo perdonarlo, se lo llevó la Policía. Sé que hice lo correcto. Y levantaré cargos”. ¿Por qué siguen sucediendo estos actos reprochables, a pesar de las leyes que han sido expedidas y que castigan al agresor con un rigor cada vez mayor? ¿Estamos condenados a que se perpetúen tales acciones contra la dignidad de las mujeres?
Los estudios que se han llevado a cabo en el país sobre los diferentes tipos de violencia contra la mujer presentan unas cifras que, lejos de disminuir, se han ido incrementando exponencialmente, sobre todo durante la pandemia que estamos viviendo. Los investigadores del comportamiento del individuo y de la sociedad, para analizar este fenómeno, se basan en lo que denominan indicadores, que son una evidencia objetiva y una radiografía de la realidad que está viviendo una comunidad determinada. Entonces, para responder a las dos preguntas anteriores, considero que este comportamiento está profundamente arraigado a la educación que se les da a los niños, que no ha sido otra que la repetición de un modelo machista, en el que se concibe una relación basada en la imposición de la fuerza física y el abuso que se produce cuando hay dependencia de alguien. Este inaceptable modelo es reproducido por personas consideradas como figuras de identificación.
Para reforzar la aseveración anterior, basta recordar la desafortunada salida en falso del señor presidente el día de la instalación de las sesiones del Congreso, cuando lanzó la expresión “la vieja esa” para referirse a la senadora Aída Abella, quien es –no puede haber duda sobre ello, aunque no se esté de acuerdo con sus posturas políticas– una de las más brillantes, valerosas y perseguidas mujeres en la historia de nuestro país. Esa es una forma de discriminar y violentar a un ser humano, y cuando es dicho por quién debe representar la dignidad de la nación, es inaceptable desde donde se quiera analizar. La frase que les dijo Jesús a sus discípulos toma plena vigencia en este caso: “Vosotros sois la sal de la tierra; pero si la sal se ha vuelto insípida, ¿con qué se hará salada otra vez? (Mateo: 5:13).
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